Cecilia tenía mucho miedo. Temía dejar de llorar y extrañar a Jazmín. Y ese temor, profundo y absorbente, la angustiaba hasta ahogarla. Creía que si dejaba de hacerlo, si dejaba de llorar, la iba a olvidar. Por eso, ella no se daba permiso para volver a ser feliz.
Su historia con Jazmín comenzó en el año 2010. Cecilia Carena estaba embarazada de dos meses y medio y fue junto a su marido, Santiago, a hacerse una ecografía de rutina. Ese día se enteraron de que Jazmín tenía una malformación no compatible con la vida llamada Anencefalia. Significaba que durante el momento del parto, o tal vez unos minutos más tarde, su bebé iba a dejar de vivir.
Desde el primer instante, Cecilia supo que debía recorrer el camino hasta el final. Sintió que acompañar y recibir a su hija con todo el amor del mundo, iba a ser la misión más importante de su vida. Y lo fue.
Jazmín nació el 27 de junio del 2011 y vivió durante 30 maravillosos y perfectos minutos. La recién nacida estuvo con Cecilia y con su marido todo ese tiempo y algunas horas después. Ella recuerda que apenas nació, se miraron a los ojos y se dijeron todo. Pudo decirle cuánto la amaba, cuánto la había esperado y cuánto le había cambiado su vida. Y Cecilia sintió que Jazmín le decía lo mismo, con sus ojos enormes y con esa mirada tan profunda, inolvidable.
Ese día lo atravesó llena de sentimientos encontrados. Por la mañana, mientras estaba con Jazmín, se sintió plena. Recuerda que con Santiago lloraron, pero que a su vez experimentaron una sensación fuerte de liviandad, de paz por haber llegado hasta el final.
De la paz, al dolor y la bronca
Sin embargo, con el transcurrir de las horas, esa paz se fue diluyendo para darle lugar al dolor. Al dolor más fuerte y profundo del mundo. De pronto, se encontró atrapada en una nube negra de pena, de bronca y de odio. Le dolía muchísimo el cuerpo por la cesárea y sus consecuencias, pero ese padecimiento ni se acercaba al pesar intenso que sentía en su corazón. Le dolía tanto, que llegó a pensar que nunca más iba a ser feliz. Sintió que su vida se había terminado; que nada ni nadie iba a devolverle la sonrisa. ¿Cómo volver a hacerlo si había perdido lo más preciado? Había perdido a su hija.
Pasaron los días y los meses. Cecilia hacía lo humanamente posible por estar bien. Su hijo mayor, que por aquel entonces tenía un año y medio, le daba las fuerzas para levantarse todas las mañanas y mantenerse activa. Santiago la contuvo siempre. Nunca dejó de sostenerla y apoyarla. Ella sabía que en varias ocasiones él ocultaba su propia pena para no ponerla peor. Santiago fue y es su propio templario, cuidando su cuerpo y su corazón, siempre.
Cecilia quería salir del dolor. Quería estar bien para ella y para su familia. Por eso probó de todo: reiki, tapping, curas sanadores, psicología transpersonal. Todo. Finalmente, a los tres meses de la partida de Jazmín, y por recomendación de una hermana del alma, llegó a un lugar, para ella, especial. Uno que sí le resultó. La acompañó su mamá, que también necesitaba encontrar el sentido de la partida de su nieta.
Allí escuchó acerca del amor incondicional y la importancia de la meditación y la activación. Aunque su intelecto le decía que no había nada racional en aquel espacio, comprendió que cada ser humano es único en sus creencias y sensaciones. Su corazón, que quería sanar, le indicaba que ese era su camino.
Cecilia nunca va a olvidar la primera vez que volvió a sentir felicidad. Ese día, hasta creyó que podía llegar a ser más feliz que antes. Pero después se impuso ese otro miedo. La culpa por sentirse bien. A pesar de saberse y sentirse mejor, a Cecilia le costó dejar el lugar de víctima y darle permiso al bienestar. Le costó abandonar su apego al lugar de mamá que perdió a su bebita. En esos momentos negros, no podía salir de la cama y sentía que era la mujer más desdichada del mundo. Esos días empezaban mal desde temprano y no podía revertirlos. Eran días en los cuales su marido volvía antes del trabajo para quedarse con ella; a su hijo apenas lo veía.
El mundo con otros ojos
Pero también fue en uno de esos días malos, cuando decidió probar algo distinto a quedarse en la cama tirada llorando. Recordó una de las enseñanzas de su espacio de contención y logró tranquilizarse y frenar ese tornado de ahogo y dolor. Fue el primer paso. Una decisión crucial.
Para ella, fue la determinación de no darle más lugar al sufrimiento. A partir de aquel día, dejó de llorar a Jazmín desde el dolor, dejó de sentir rencor y celos al ver nacer a las bebitas de sus amigas y familiares. Ese día, Cecilia entendió que a Jazmín la tenía consigo en cada momento. Comenzó a sentir que la acompañaba y guiaba; que su conexión era única y que su amor era puro e incondicional. Sin apegos y sin ataduras. Amor de verdad.
Cada persona encuentra la puerta de acceso hacia el bienestar de forma diferente. Sin importar el método y los caminos, el primer paso es querer y tomar la decisión. Cecilia decidió que quería ser feliz. Entendió que ya no necesitaba llorar desde el dolor para que su hija no se diluyera de sus recuerdos. Hoy siente que le estará por siempre agradecida por haberla elegido como mamá.
La travesía junto a Jazmín, que significa “regalo de Dios”, le enseñó a ver el mundo con otros ojos. La despertó y despertó a toda su familia; les iluminó la vida. Para Cecilia nada volverá a ser como antes. Para ella ahora todo es muchísimo mejor y, por ello, se siente una mujer plena.
Vía: La Nación